Para la mayoría de las personas la palabra ciborg evoca escenas de novelas y películas de ciencia ficción como Blade Runner o Ghost in the Shell, por solo nombrar un par de referencias de la cultura popular en que este género describe los futuros posibles en que el hombre y la máquina han alcanzado un nivel de simbiosis tan alto que ya no es tan fácil distinguir cuál es cuál o dónde yace la distinción entre uno y otro.

Sin embargo, no hay que irse al terreno especulativo de la futurología y la ciencia ficción para encontrar a los primeros ciborgs. Ellos ya están entre nosotros, y en cierto grado, uno podría decir, como Elon Musk, que al usar dispositivos digitales como computadores o teléfonos inteligentes que son extensiones cognitivas de nuestra inteligencia y poseen muchos de nuestros datos, ya somos ciborgs, solo que el flujo de información entre nosotros y estos dispositivos aún es muy bajo.

¿Qué se siente ser un ciborg? Quizá no haya una persona más indicada para responder esta pregunta que Nathan Copeland, que ya ha vivido más de siete años con una interfaz cerebro-computador implantada en su cerebro, un record en el uso de estos dispositivos, y por lo mismo se considera a sí mismo un ciborg en todo su derecho. Gracias a cuatro conjuntos de electrodos diminutos sus impulsos neuronales son traducidos a órdenes que le permiten controlar dispositivos externos: un computador, videojuegos y un brazo robótico que puede mover sólo con sus pensamientos. Nathan ejercita la telepatía periódicamente, una actividad con las que algunos solo soñamos.

Pero en su caso no podemos decir que es solo un premio, sino todo lo contrario, es la única forma de remediar en parte las terribles consecuencias de un accidente de tráfico en 2004 que lo dejó paralizado del pecho para abajo y sin control para mover y sentir sus extremidades.

Nathan in chair watching device
Universidad de Pittsburgh

Diez años después la esperanza de recobrar algo de su vida anterior resurgió cuando se apuntó a un estudio de la Universidad de Pittsburgh para personas con lesiones medulares importantes con el fin de comprobar si una interfaz cerebro-computador, o BCI, podría devolverle parte de la funcionalidad que había perdido. No dudó en apuntarse, a pesar de que requeriría una intervención quirúrgica en el cerebro y de que nadie sabía cuánto tiempo seguiría funcionando el dispositivo. "Cuando empecé, me dijeron que probablemente duraría cinco años. Y esos cinco años se basaban en los datos de los monos, porque ningún humano lo había hecho", dice.

Por increíble que parezca el implante continúa funcionando sin problemas, y no ha producido ningún efecto nocivo o complicación durante estos siete años, lo que es sorprendente y a la vez un argumento a favor de la madurez que han alcanzado estos dispositivos, que comenzaron a desarrollarse en la década de los sesenta, pero todavía son considerados como experimentales. Esta madurez es un argumento a favor de que el momento en que estos dispositivos comiencen a comercializarse y ser accesibles a pacientes con severos impedimentos de movimiento está cada vez más cerca.

"Parece que está en el límite de lo práctico", afirma Jane Huggins, directora del Laboratorio de Interfaz Cerebral Directa de la Universidad de Michigan, que no participa en el estudio de Pittsburgh. Sin embargo, todavía hay algunas dudas sobre la durabilidad a largo plazo de las interfaces implantadas, es decir, cuánto se deteriorará su rendimiento con el paso del tiempo, y si podrían mejorarse. "Sería una auténtica locura recuperar la función durante años y volver a perderla. Y eso es siempre una preocupación con los dispositivos implantados que pueden requerir servicio", dice Huggins.  En el caso de Copeland le implantaron quirúrgicamente cuatro arrays en 2015, dos en la parte del cerebro que controla las funciones motoras y los otros dos en la región responsable de procesar la información sensorial. Estas interfaces son las de más larga data en el rubro y se conocen como Utah array. Están compuestas de silicio duro son algo así como un chip con una cama de clavos delgadísimos y puntiagudos. Una matriz estándar es una rejilla cuadrada con 100 agujas diminutas, cada una de ellas de un milímetro de largo y recubierta de metal conductor. Como las neuronas producen campos eléctricos cuando se comunican entre sí, los científicos pueden utilizar estas matrices para capturar y registrar la actividad de cientos de neuronas cercanas.

El pionero de esta tecnología es Richard Normann, quien concibió por primera vez la matriz de Utah en la década de 1980 como profesor de bioingeniería en la Universidad de Utah, donde estaba interesado en encontrar una forma de restaurar la visión. Desde entonces se ha convertido en el estándar de oro para los estudios de la interfaz cerebro-computador. "Todo el campo se basa en la matriz de Utah", dice Matt Angle, director general de Paradromics, una empresa de BCI con sede en Texas. "El hecho de que hayamos durado tanto tiempo con un dispositivo que se diseñó en los años 80 y 90 habla de lo adelantado que estaba a su tiempo".

Obviamente no son muchas las personas que llevan interfaces cerebro-computador en sus cabezas a día de hoy. La primera persona paralizada en llevar uno fue Matt Nagle en 2004, pero la llevó solo un año por que esa era la duración del estudio. Gracias a ella pudo revisar su email, controlar un televisor y una mano robótica. No muy diferente de lo que puede hacer Nathan ahora.

Esto no significa que no haya habido muchos avances en el campo, sino más bien habla de la dificultad que conlleva llevar a cabo este tipo de estudios, ya que los receptores no son muchos y suelen llevarlos por poco tiempo. Es por esto mismo que su longevidad es aún desconocida. Hasta ahora, el conjunto de Utah ha durado hasta 10 años en monos. En el caso de Copeland, sus conjuntos siguen funcionando, pero evidentemente no tan bien como en el primer año después de ser implantados, dice Robert Gaunt, ingeniero biomédico de la Universidad de Pittsburgh y miembro del equipo de investigación de Copeland. "El cuerpo es un lugar muy difícil para colocar sistemas electrónicos y de ingeniería", afirma Gaunt. "Es un entorno agresivo, y el cuerpo siempre intenta deshacerse de estas cosas".

square device with spikes
La matriz de Utah es una cuadrícula de 4,2 milímetros cuadrados con 100 electrodos de silicio. CORTESÍA DE BLACKROCK NEUROTECH

Una de las respuestas más comunes que el organismo tiene ante agentes foráneos es la activación del sistema inmune, tratando al nuevo agente como un invasor con el que hay que lidiar. Si hablamos del cerebro esta respuesta es mucho más agresiva por el delicado balance bioquímico que necesita para mantenerse saludable y funcional. Las interfaces cerebro-computador pueden llegar a ser muy pequeñas, pero aun así el proceso de implantación es muy riesgoso y neuronas y vasos sanguíneos se pueden ver afectados. Si el implante inflama el tejido circundante la calidad de la señal tenderá a disminuir con el tiempo, perdiendo la capacidad de interpretar correctamente la actividad neuronal y traducirla a los correspondientes comandos digitales.

Uno de los métodos para disminuir la ocurrencia de estas consecuencias indeseables es el diseño de los dispositivos con nuevos materiales, más maleables y asimilables por el cerebro que el clásico silicón. Florian Solzbacher, cofundador y presidente de Blackrock Neurotech, los diseñadores y productores del Utah array, dice que la empresa está probando un dispositivo que está recubierta con una combinación de parileno y carburo de silicio, que existe desde hace más de 100 años como material industrial. "Hemos visto vidas útiles en la mesa de trabajo que pueden llegar a los 30 años, y ahora mismo tenemos algunos datos preliminares en animales", dice. Pero la empresa aún tiene que implantarlo en personas, así que la piedra de toque será ver cómo reaccionan los cerebros humanos a la constitución de esta nueva interfaz.

Otro seguro contra la laceración del tejido cortical es hacer a los electrodos más flexibles, lo que disminuiría el riesgo de inflamación y cicatrices. Otra compañía dedicada a las BCI, Paradromics, está desarrollando un implante similar al de Utah, pero con electrodos más finos para que afecten menos al tejido. Algo similar a lo que está haciendo Neuralink, la compañía cofundada por Elon Musk en 2016, que está diseñando sus interfaces con una ingeniería de punta, pensada para lograr la máxima eficiencia energética, capacidad computacional y biocompatibilidad con el corrosivo ambiente del cerebro.

Otros investigadores están probando materiales más blandos que podrían integrarse mejor en el cerebro que el conjunto rígido de Utah. Un grupo del Instituto Tecnológico de Massachusetts está experimentando con revestimientos de hidrogel diseñados para tener una elasticidad muy similar a la del cerebro. Los científicos de la Universidad de Pensilvania también están cultivando electrodos "vivos", microtejidos parecidos a cabellos hechos de neuronas y fibras nerviosas cultivadas a partir de células madre. Toda una serie de apuestas tecnológicas están buscando dar el clavo con la interfaz más eficiente, adaptable y segura posible, todo sea por disminuir el riesgo de resultados negativos y alargar la vida útil de los dispositivos para evitar intervenciones quirúrgicas muy riesgosas e innecesarias.

Uno de los mayores obstáculos para el uso en el mundo real de estos dispositivos, especialmente del Utah array es que Copeland y los otros participantes en la investigación tienen que conectarse al sistema a través de una especie de pedestal que asoma como una protuberancia cibernética sobre el cráneo para poder utilizar sus BCI.

Eliminar esta necesidad de cables es un imponderable a superar a la hora de diseñar y fabricar interfaces cómodas y útiles en situaciones cotidianas, precisamente es por esto que el dispositivo de Neuralink se puede usar y cargar de manera totalmente inalámbrica, sin necesidad alguna de tener una serie de cables sobre la cabeza. De hecho, una vez implantado el Link una persona que se dejara crecer el cabello en el sitio del implante sería indistinguible de una que no se lo ha implantado.

Pese a la incomodidad del diseño actual del Utah array, para Copeland no es más que una pequeño precio a pagar con el fin de poder hacer las cosas que puede hacer con su BCI, aunque espera que los sistemas futuros sean inalámbricos y ofrezcan a los paralíticos una serie de destrezas y posibles actividades que aún está en el campo de la imaginación y la especulación. Pero parece ser que el diseño de los nuevos dispositivos, tanto de Blackrock Neurotech, como de Neuralink y otras compañías, apunta en esa dirección.   Considerando todas las incertidumbres que existen sobre la longevidad del implante que lleva en su cabeza, Copeland sabe que éste podría dejar de funcionar más temprano que tarde, de un día para otro. Pero intenta no preocuparse por ello. "Soy muy tranquilo con la mayoría de las cosas. Me dejo llevar por la corriente", dice. Pese a ello está totalmente a favor de una actualización: "Dentro de cinco o diez años, si hay algo que suponga una mejora significativa, volvería a operarme e iría a por ello".

A sus 36 Nathan Copeland es el hombre que más tiempo lleva viviendo su vida regular con uno de estos dispositivos implantados en su cerebro. Si bien no puede hacer uso de éste de manera inalámbrica, y solo recientemente pudo comenzar a ocuparlo desde casa, es evidente que ha recobrado capacidades que había perdido tras el accidente que lo dejó en el estado en que se encuentra, lo que ha mejorado su calidad de vida ostensiblemente. Eso no quiere decir que haya que ser conformista, es por esto mismo que Nathan ha sido un ejemplo voluntarioso de cómo alguien que ha perdido tanto apuesta por una tecnología de vanguardia no solo para verse beneficiado él mismo, sino para que la investigación en curso sirva para beneficiar a millares de otras personas que padecen condiciones similares.

Considerando esto, tomar en cuenta lo que tiene que decir Nathan sobre convivir con este implante y lo que espera que se pueda lograr más adelante es una prioridad para quienes son los responsables de diseñar y fabricar las interfaces de vanguardia, como son Blackrock Neurotech, Neuralink y Paradromics, entre otras compañías. La historia de Nathan es solo una de muchas, pero también representa un hito en la naciente era de los ciborgs. Y no hablamos de ciborgs de ficción, sino simplemente de personas que han visto cómo por un accidente o una enfermedad su vida común es destrozada hasta casi quedar en cenizas. Y es precisamente gracias a estas tecnologías que con el pasar de los años y la evolución de los dispositivos ellos también van reconstruyendo sus vidas.